viernes, 14 de julio de 2017

Soñando Paz

No quiero ya dejar de soñar,
no puedo ya olvidar la verdad,
quedarme con él,
llegar hasta el  fin y volver.

El violín del diablo, sonata del mal,
canción en segunda desde el más haya.
No quiero olvidar y perder,
llegar hasta el fin y volver.

Mago de Oz- El Violín del Diablo

     Hace algunas noches, no sabría decir cuántas, el cielo lloraba aterrorizado y ante la furia de la tormenta me zambullí en mi interior buscando refugiarme del frío torrente de agua helada que del otrora cielo azul manaba.

     Y así, sumergido en mis adentros, tal vez hablé conmigo mismo, tal vez con lo que bastantes llaman Dios pues no pocos grandes filósofos y hombres de fe presumen haberlo encontrado en la austera soledad de una ermita; no sé tampoco y sé que nunca tendré la certeza de sí sólo era aquel Maestro Secreto que reside en la conciencia del cual hablan Las Doctrinas Herméticas o algún demonio personal que con certeza tenaz realizaba su trabajo con regocijo, trayendo del pasado angustias, pesares y tormentos tan atroces que ni la ciencia, ni la magia de mi mente profanada han logrado purgar. No sé de qué manera nombrarlo. Aún después de vislumbrar con claridad los oscuros reinos de lo oculto y experimentar con las ciencias de la Goetia y la Necromancia, no lo conocí por nombre pero algo verídico y seguro es que su imponente presencia jamás había encarado, ni su poderosa y a la vez melódica voz, mi corazón había estrujado. De haber sido un Dios benévolo, en tan terribles torturas nunca me habría envuelto, hablándome de amor, aquella fuerza olvidada motivo del movimiento del universo, deformada con crueldad por el hombre. Fuerza creadora de vida que para mí no ha sido más que un pesado grillete, el origen de todos mis males.

     Dios o demonio innombrable me hizo encarar los pecados y errores por los cuales la vida se había convertido para mí en algo tan gris como las nubes que desataban sus relámpagos con furia desmedida contra la tierra en aquella lúgubre noche. Me obligó a recordar con terror atroz, la ternura y la paz divina que mis verdaderos amores en esta vida otorgaban a mí ser en un alimento del alma mutuo y una gélida noche, gracias a mi egoísmo, pasión desatada, crueldad llena de soberbia e intolerante rencor, descansaba plácida cobijada en otros brazos y ese Dios me hizo ver al fruto de mi simiente llamando de manera amorosa al hombre que ahora le cuidaba y guiaba sus pasos con ternura. El amor de ambas personas al que yo me había negado.

     Hubo más pesar y dolor cuando me vi a mí mismo recostado en un rígido camastro, sumergido en un letargo químico, imaginando otros paraísos en donde la pena fuera menos intensa, pero Él me tomó con suavidad de una mano y me invitó a ponerme en pie a lo cual con sumisión accedí. Contemplé con mis dilatadas pupilas como aquella mujer por quien llegué al límite de mis acciones y emociones, disfrutaba de su vida, ahora asegurada entre prosperidad material y reconocimiento social, compartiendo el colchón vacío de sentimientos mutuos con otros hombres, los cuales la tomaban como un trofeo a la soberbia y ella misma se otorgaba ese lugar; entonces sometido por el dolor del corazón convertido en añicos, deseé con todo mi ser que cada orgasmo que experimentara su hermoso cuerpo, fuera mil y una millones de veces más intenso, placentero y glorioso que el que yo experimenté la última vez que compartí su lecho pues amor nunca más recibiría a plenitud, coartado por la soberbia, el miedo o la voluptuosidad del deseo. Lloré como un niño de orfanato, abandonado de todo aquello que alguna vez me había invitado a vivir. Dando la espalda ante la abominable visión intenté cantar para dispersar los terribles recuerdos. En un desgarrador y quebrado hilo de voz, de mi corazón salieron unos versos que recuerdo con tormentosa claridad:

Resistir más esto que me mata,
el sonido ausente de tu voz,
las ruinas de mi corazón sin calma,
ocho son las condenas de mi alma.

Lujuria desatada por tú cuerpo,
sufriendo cada noche que no te tengo.
A solas imaginando tú figura,
no logro sosegar tan infame amargura.

Gula, por tus labios devorado,
nunca saciando el hambre infinita,
de tus mieles dulces para mí prohibidas,
no sé a quién, ahora prometidas.

Avaricia, pues te quiero sólo para mí,
para jamás dejarte ir de mi lado,
por qué sí tu amor no es mío,
¡Mejor muerto, no podré soportarlo!

Pereza o más bien cansancio,
pues mis ganas de luchar se agotaron,
no recibiendo más respuesta que reclamos,
reproches o desaires he ganado.

Vanidad deformada,

mirando en un cristal manchado,

el reflejo de un alma torturada,

despreció de falsa moral sembrada.


 Ira y furia me consumen.
¿Acaso no merezco más que tu perfume?
¿Es castigo cruel y despiadado
para mantenerme a tus pies suplicante?

Envidia malsana,
de aquellos que sin saber de condiciones,
tú alma mantienen resguardada
y yo, esperando tan sólo asomes.

Soberbia mía que no pienso abandonar,
llámame cuando de mi dependas,
pues ni hoy ni nunca encontraras quien,
como yo, te quiera.

     Corrí a través de ese mundo de recuerdos infernales, cuyo pesar me hacía sentir como el más corrupto de los sucesores de San Pedro o un violador de infantes que había tomado como víctima al reflejo inocente, tierno y desgraciado de sí mismo, en una dimensión donde el tiempo y el espacio se alteraban para dar forma a un mundo aún más cruel en la superficie de mi conciencia. Puesto que aquella doncella inmaculada por la cual ofrendé mi vida en una cruzada imposible contra las penurias de la existencia, a mis ojos, en ese momento de dantesca lucidez, no era más que una simple mortal.

     Entonces la indefinible entidad que guiaba mis pasos a través de mi mente perturbada por infames recuerdos, sonrió satisfecha al contemplar mi rostro deformado por la angustia y la pena. En ese momento lo definí sólo como “Él”.

     Si, era un Dios, no cabía duda en mí, era el mismo ser que guió la diáspora según El Antiguo Testamento: celoso, rencoroso, vengativo y cruel; me susurró al oído:

     -¡Bien lo tienes merecido!-

     Era verdad, el costo a pagar por dejarme vencer en tiempos anteriores por el amor y la pasión que en el fondo sabía jamás me correspondería pues siempre se había cimentado en la ambigüedad de una utilidad no recíproca.

     Continuamos caminando por ese universo creado por el tormento de mi mente enajenada por los recuerdos ingratos, las drogas médicas y ese Dios de aspecto indefinible avanzaba un paso delante de mí tomándome de la mano. Yo lo seguía como un niño bajo la buena guía de su padre; entonces las negras brumas que lo cubrían todo se hicieron girones en la nada, ese Dios, creado tal vez por mi conciencia, me susurró al oído con voz cadenciosa, melódica y dulce en un ligero aire de ironía burlona, sí no más bien, disfraz de una cruel risotada:

     -¡Aquí comienza el verdadero pesar!-

     Abrí los ojos sudando frío, continuaba la lluvia torrencial afuera de mi habitación y sólo cubrí mi pudor con un hilacho de algodón; tomé del buró una hoja de afilado acero que había prevenido en caso de que el dolor del alma fuese insoportable, con la esperanza y la certeza  de que la desgarradora caricia del frío acero sobre mi piel menguaría un poco, sólo un poco el terrible dolor, pero no fue así:

     Al otro lado del cristal, bajo la torrencial y gélida lluvia, una esbelta silueta de cabellos negros y ojos deslumbrantes de amor y ternura, sollozaba y lamentaba su dolor en soledad. Corrí hacia ella para cobijarla entre mis brazos y besarla de pies a cabeza intentando consolar tan sólo un poco su infame sufrimiento. Él me permitió dirigirme hacia ella pero las puertas de mi habitación no cedieron ante mis osados esfuerzos, golpeé los cristales y mis manos se rompieron en crujidos perturbadores más nunca cedió la fragilidad del lugar por donde el sol me saluda cada amanecer.

     Lloré de impotencia y tristeza al ver a la esbelta musa de quien pendía la liberación de mi soledad, llorar desconsolada y de igual manera que yo desgarraba su piel, esperando que en la sangre vertida escapara el veneno que también infectaba su corazón.

En una noche de enero
caía la tempestad de un sueño,
un sueño que mitigaba
el frio de ese crudo invierno.

Encerrado en un cuarto blanco,
recostado en un mullido camastro
y a mi lado, envuelto en llanto,
un ángel que en mis oscuras fantasías,
admiraba sin recato.

El veneno aún corría por mis venas
y en las de esa divina entidad,
el dolor de una pena,
tal vez la pérdida
del cielo de dónde provenía.

Sus hermosas alas,
blancas como nieve pura,
que algún demonio, tal vez interno,
sin piedad le había arrancado.

Y buscando consolarlo,
viéndolo encarnado en mujer,
a ella me acerque animado.

Siendo un hombre pecador
mentira sería negar
que desde ese momento,
en mi mente, a la lujuria sometida.

La desnudé y la besé
en cada rincón de su sagrado ser,
ni un sólo cabello suyo
escapó de mi lascivo tacto.

Y en mi volátil imaginación,
la hice mía, una y otra vez,
sin respeto a su santa condición,
ni de su delgado cuerpo compasión.

Con trabajosa ternura
la tomé entre mis brazos
y al final de la fantasía,
no pude hacer más
que ofrecerle un poco de agua.

Eso me valió su favor,
situación que jamás podrá ser pagada,
al igual que un atisbo de fe
pues sí El Creador no existiera,

A mis brazos nunca hubiera enviado,
aunque tiempo haya pasado,
a ese ángel encarnado en mujer
cuyos besos saben a miel.

Con un tacto tan suave
como las nubes, de las cuales,
por un error infame,
cayó en éste infierno,
donde el amor es desconsuelo.

Ahora sólo deseó,
tener la astucia de Luzbel,
para no dejarla regresar al cielo
y como Lilith, construir un paraíso
para ese ángel por error caído.

     Desesperado corté mis brazos, piernas y rostro, manos y torso pero la puerta cerrada no cedía sólo un poco, ni los cristales ante mis puños destrozados y ese Dios, sonriente ante mi pesar jugaba entre sus lánguidos dedos con la llave de la puerta que me separaba de la anhelada paz.

    Desperté bañado en sudor helado, con los ojos anegados de salinas lágrimas que mezclaban su diamantino brillo con el líquido carmesí que manaba de los surcos creados por mis zarpas ennegrecidas, transformándose en acuosos rubíes. Una vez más fui confinado entre los muros de una casa de locura; la esbelta y tierna Venus de cabellos negros que en su glorioso tormento subió en sincretismo al inmaculado altar de Ishtar me visita de vez en cuando al igual que mi angustiada familia biológica. Mientras tanto espero salir un día de ésta prisión disfrazada de sanatorio, sólo un día, para que una vez más Él, ese Dios, me lleve de la mano a otro sueño tormentoso y nunca más, me permita despertar.