No quiero ya dejar de soñar,
no puedo ya olvidar la verdad,
quedarme con él,
llegar hasta el fin y volver.
El violín del diablo, sonata del mal,
canción en segunda desde el más haya.
No quiero olvidar y perder,
llegar hasta el fin y volver.
llegar hasta el fin y volver.
El violín del diablo, sonata del mal,
canción en segunda desde el más haya.
No quiero olvidar y perder,
llegar hasta el fin y volver.
Mago de Oz- El Violín del Diablo
Hace algunas
noches, no sabría decir cuántas, el cielo lloraba aterrorizado y ante la furia
de la tormenta me zambullí en mi interior buscando refugiarme del frío torrente
de agua helada que del otrora cielo azul manaba.
Y así, sumergido
en mis adentros, tal vez hablé conmigo mismo, tal vez con lo que bastantes
llaman Dios pues no pocos grandes
filósofos y hombres de fe presumen haberlo encontrado en la austera soledad de
una ermita; no sé tampoco y sé que nunca tendré la certeza de sí sólo era aquel
Maestro Secreto que reside en la
conciencia del cual hablan Las Doctrinas Herméticas o algún demonio personal
que con certeza tenaz realizaba su trabajo con regocijo, trayendo del pasado
angustias, pesares y tormentos tan atroces que ni la ciencia, ni la magia de mi
mente profanada han logrado purgar. No sé de qué manera nombrarlo. Aún después
de vislumbrar con claridad los oscuros reinos de lo oculto y experimentar con
las ciencias de la Goetia y la Necromancia, no lo conocí por nombre
pero algo verídico y seguro es que su imponente presencia jamás había encarado,
ni su poderosa y a la vez melódica voz, mi corazón había estrujado. De haber
sido un Dios benévolo, en tan terribles torturas nunca me habría envuelto,
hablándome de amor, aquella fuerza olvidada motivo del movimiento del universo,
deformada con crueldad por el hombre. Fuerza creadora de vida que para mí no ha
sido más que un pesado grillete, el origen de todos mis males.
Dios o demonio
innombrable me hizo encarar los pecados y errores por los cuales la vida se había
convertido para mí en algo tan gris como las nubes que desataban sus relámpagos
con furia desmedida contra la tierra en aquella lúgubre noche. Me obligó a
recordar con terror atroz, la ternura y la paz divina que mis verdaderos amores
en esta vida otorgaban a mí ser en un alimento del alma mutuo y una gélida
noche, gracias a mi egoísmo, pasión desatada, crueldad llena de soberbia e
intolerante rencor, descansaba plácida cobijada en otros brazos y ese Dios me
hizo ver al fruto de mi simiente llamando de manera amorosa al hombre que ahora
le cuidaba y guiaba sus pasos con ternura. El amor de ambas personas al que yo
me había negado.
Hubo más pesar y
dolor cuando me vi a mí mismo recostado en un rígido camastro, sumergido en un
letargo químico, imaginando otros paraísos en donde la pena fuera menos
intensa, pero Él me tomó con suavidad
de una mano y me invitó a ponerme en pie a lo cual con sumisión accedí.
Contemplé con mis dilatadas pupilas como aquella mujer por quien llegué al
límite de mis acciones y emociones, disfrutaba de su vida, ahora asegurada
entre prosperidad material y reconocimiento social, compartiendo el colchón
vacío de sentimientos mutuos con otros hombres, los cuales la tomaban como un
trofeo a la soberbia y ella misma se otorgaba ese lugar; entonces sometido por
el dolor del corazón convertido en añicos, deseé con todo mi ser que cada
orgasmo que experimentara su hermoso cuerpo, fuera mil y una millones de veces
más intenso, placentero y glorioso que el que yo experimenté la última vez que
compartí su lecho pues amor nunca más recibiría a plenitud, coartado por la
soberbia, el miedo o la voluptuosidad del deseo. Lloré como un niño de
orfanato, abandonado de todo aquello que alguna vez me había invitado a
vivir. Dando la espalda ante la abominable visión intenté cantar para dispersar
los terribles recuerdos. En un desgarrador y quebrado hilo de voz, de mi
corazón salieron unos versos que recuerdo con tormentosa claridad:
Resistir
más esto que me mata,
el
sonido ausente de tu voz,
las
ruinas de mi corazón sin calma,
ocho
son las condenas de mi alma.
Lujuria
desatada por tú cuerpo,
sufriendo
cada noche que no te tengo.
A
solas imaginando tú figura,
no
logro sosegar tan infame amargura.
Gula,
por tus labios devorado,
nunca
saciando el hambre infinita,
de
tus mieles dulces para mí prohibidas,
no
sé a quién, ahora prometidas.
Avaricia,
pues te quiero sólo para mí,
para
jamás dejarte ir de mi lado,
por
qué sí tu amor no es mío,
¡Mejor
muerto, no podré soportarlo!
Pereza
o más bien cansancio,
pues
mis ganas de luchar se agotaron,
no
recibiendo más respuesta que reclamos,
reproches
o desaires he ganado.
Vanidad
deformada,
mirando
en un cristal manchado,
el
reflejo de un alma torturada,
despreció
de falsa moral sembrada.
Ira
y furia me consumen.
¿Acaso
no merezco más que tu perfume?
¿Es
castigo cruel y despiadado
para
mantenerme a tus pies suplicante?
Envidia
malsana,
de
aquellos que sin saber de condiciones,
tú
alma mantienen resguardada
y
yo, esperando tan sólo asomes.
Soberbia
mía que no pienso abandonar,
llámame
cuando de mi dependas,
pues
ni hoy ni nunca encontraras quien,
como yo, te quiera.
Corrí a través
de ese mundo de recuerdos infernales, cuyo pesar me hacía sentir como el más
corrupto de los sucesores de San Pedro
o un violador de infantes que había tomado como víctima al reflejo inocente,
tierno y desgraciado de sí mismo, en una dimensión donde el tiempo y el espacio
se alteraban para dar forma a un mundo aún más cruel en la superficie de mi
conciencia. Puesto que aquella doncella inmaculada por la cual ofrendé mi vida
en una cruzada imposible contra las penurias de la existencia, a mis ojos, en
ese momento de dantesca lucidez, no era más que una simple mortal.
Entonces la
indefinible entidad que guiaba mis pasos a través de mi mente perturbada por
infames recuerdos, sonrió satisfecha al contemplar mi rostro deformado por la
angustia y la pena. En ese momento lo definí sólo como “Él”.
Si, era un Dios,
no cabía duda en mí, era el mismo ser que guió la diáspora según El Antiguo Testamento: celoso,
rencoroso, vengativo y cruel; me susurró al oído:
-¡Bien lo tienes
merecido!-
Era verdad, el
costo a pagar por dejarme vencer en tiempos anteriores por el amor y la pasión
que en el fondo sabía jamás me correspondería pues siempre se había cimentado
en la ambigüedad de una utilidad no recíproca.
Continuamos
caminando por ese universo creado por el tormento de mi mente enajenada por los
recuerdos ingratos, las drogas médicas y ese Dios de aspecto indefinible
avanzaba un paso delante de mí tomándome de la mano. Yo lo seguía como un niño
bajo la buena guía de su padre; entonces las negras brumas que lo cubrían todo
se hicieron girones en la nada, ese Dios, creado tal vez por mi conciencia, me
susurró al oído con voz cadenciosa, melódica y dulce en un ligero aire de
ironía burlona, sí no más bien, disfraz de una cruel risotada:
-¡Aquí comienza
el verdadero pesar!-
Abrí los ojos
sudando frío, continuaba la lluvia torrencial afuera de mi habitación y sólo
cubrí mi pudor con un hilacho de algodón; tomé del buró una hoja de afilado
acero que había prevenido en caso de que el dolor del alma fuese insoportable,
con la esperanza y la certeza de que la
desgarradora caricia del frío acero sobre mi piel menguaría un poco, sólo un
poco el terrible dolor, pero no fue así:
Al otro lado del
cristal, bajo la torrencial y gélida lluvia, una esbelta silueta de cabellos
negros y ojos deslumbrantes de amor y ternura, sollozaba y lamentaba su dolor
en soledad. Corrí hacia ella para cobijarla entre mis brazos y besarla de pies
a cabeza intentando consolar tan sólo un poco su infame sufrimiento. Él me permitió dirigirme hacia ella pero
las puertas de mi habitación no cedieron ante mis osados esfuerzos, golpeé los
cristales y mis manos se rompieron en crujidos perturbadores más nunca cedió la
fragilidad del lugar por donde el sol me saluda cada amanecer.
Lloré de
impotencia y tristeza al ver a la esbelta musa de quien pendía la liberación de
mi soledad, llorar desconsolada y de igual manera que yo desgarraba su piel,
esperando que en la sangre vertida escapara el veneno que también infectaba su
corazón.
En
una noche de enero
caía
la tempestad de un sueño,
un
sueño que mitigaba
el
frio de ese crudo invierno.
Encerrado
en un cuarto blanco,
recostado
en un mullido camastro
y
a mi lado, envuelto en llanto,
un
ángel que en mis oscuras fantasías,
admiraba
sin recato.
El
veneno aún corría por mis venas
y
en las de esa divina entidad,
el
dolor de una pena,
tal
vez la pérdida
del
cielo de dónde provenía.
Sus
hermosas alas,
blancas
como nieve pura,
que
algún demonio, tal vez interno,
sin
piedad le había arrancado.
Y
buscando consolarlo,
viéndolo
encarnado en mujer,
a
ella me acerque animado.
Siendo
un hombre pecador
mentira
sería negar
que
desde ese momento,
en
mi mente, a la lujuria sometida.
La
desnudé y la besé
en
cada rincón de su sagrado ser,
ni
un sólo cabello suyo
escapó
de mi lascivo tacto.
Y
en mi volátil imaginación,
la
hice mía, una y otra vez,
sin
respeto a su santa condición,
ni
de su delgado cuerpo compasión.
Con
trabajosa ternura
la
tomé entre mis brazos
y
al final de la fantasía,
no
pude hacer más
que
ofrecerle un poco de agua.
Eso
me valió su favor,
situación
que jamás podrá ser pagada,
al
igual que un atisbo de fe
pues
sí El Creador no existiera,
A
mis brazos nunca hubiera enviado,
aunque
tiempo haya pasado,
a
ese ángel encarnado en mujer
cuyos
besos saben a miel.
Con
un tacto tan suave
como
las nubes, de las cuales,
por
un error infame,
cayó
en éste infierno,
donde
el amor es desconsuelo.
Ahora
sólo deseó,
tener
la astucia de Luzbel,
para
no dejarla regresar al cielo
y
como Lilith, construir un paraíso
para
ese ángel por error caído.
Desesperado
corté mis brazos, piernas y rostro, manos y torso pero la puerta cerrada no
cedía sólo un poco, ni los cristales ante mis puños destrozados y ese Dios,
sonriente ante mi pesar jugaba entre sus lánguidos dedos con la llave de la
puerta que me separaba de la anhelada paz.
Desperté bañado en sudor helado, con los ojos anegados de salinas lágrimas que mezclaban su diamantino brillo con el líquido carmesí que manaba de los surcos creados por mis zarpas ennegrecidas, transformándose en acuosos rubíes. Una vez más fui confinado entre los muros de una casa de locura; la esbelta y tierna Venus de cabellos negros que en su glorioso tormento subió en sincretismo al inmaculado altar de Ishtar me visita de vez en cuando al igual que mi angustiada familia biológica. Mientras tanto espero salir un día de ésta prisión disfrazada de sanatorio, sólo un día, para que una vez más Él, ese Dios, me lleve de la mano a otro sueño tormentoso y nunca más, me permita despertar.